Por Jannett Mendoza
» La figura de Carlos Manzo se ha convertido en uno de los fenómenos más curiosos del escenario político reciente en Michoacán.
Su historia combina elementos de ambición, oportunismo y culto mediático, tan propios de la nueva narrativa política mexicana, donde los líderes ya no se forman en los partidos sino en las redes sociales.
Manzo estudió Ciencias Políticas en el ITESO, una de las universidades más reconocidas —y caras— de Guadalajara, Jalisco.
Quienes somos tapatíos sabemos que tanto el ITESO como la Universidad Autónoma de Guadalajara (los Tecos) son semilleros de las élites políticas y culturales del occidente del país.
De ahí han salido figuras como Guillermo del Toro, Trino, Jis, Fher de Maná, e incluso el exgobernador Enrique Alfaro. Desde ese origen, ya se vislumbra un perfil: formación de clase alta, acceso al poder y visión de liderazgo heredada.
Su paso inicial por el PRI fue breve, pero estratégico: le sirvió para entender la estructura de la política tradicional.
Sin embargo, su verdadero ascenso vino de la mano de Morena, que le dio una candidatura a diputado federal en 2021. Ahí mostró lo que sería su sello: verbo encendido, audacia y un olfato mediático impecable.
El video donde se enfrenta a golpes con agentes de la Guardia Nacional lo catapultó al escenario nacional. Se vendió como “el político con valor”, “el que no se deja”, el “auténtico luchador contra la corrupción”. El mensaje fue claro: Manzo no era político, era gladiador.
Pero detrás del espectáculo se gestaba otro fenómeno: la inflación del ego político.
Cuando Morena no lo designó candidato a la presidencia municipal de Uruapan, decidió rebelarse y competir como independiente.
Logró reunir las firmas y ganar la elección con un movimiento que llamó “Del Sombrero”, una especie de Morena en miniatura, con estética popular, discurso belicón y un liderazgo centrado en su figura.
Desde entonces, Manzo se asumió como caudillo local, enemigo abierto del morenismo institucional.
Al estilo de Lilly Téllez, comenzó a atacar al gobernador y a insinuar vínculos del gobierno con el crimen organizado.
Sus declaraciones y videos se volvieron virales, especialmente por su retórica agresiva y su imagen de “Rambo justiciero”: el político que prometía acabar con los delincuentes “a balazos si era necesario”.
Lo proyectaron como el “nuevo líder del pueblo”, el que tenía “los pantalones que otros no”.
La oposición lo canonizó, los medios lo volvieron mártir, y su muerte fue presentada como símbolo de “la lucha contra el mal gobierno”.



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