Estaba yo en la secundaria. Todavía no era dueño del mundo, eso fue en preparatoria.
Una niña, amiga de un amigo, me llama por teléfono y me invita a una reunión en su casa. Le informo a mi santa y campechana madre y me da permiso. Ahora no sé, pero entonces para todo había que pedir permiso.
Enseguida llamo a mi amigo (el amigo de la niña) para ponernos de acuerdo. Pues que a él no lo invitaron y no sabe de qué le hablo. ¡El apocalipsis! En mi vida he ido a una fiesta sin mis amigos y no conozco a los de la niña. Hija de familia rica y con casa grande, de seguro será un fiestón. ¿Y yo iré solo?
Le digo a mi mamá que no podré ir a la fiesta porque me enfermaré. Pensé que, como en la escuela, iría ella a entregar un papelito que dijera “mi hijo tiene sarampión” o algo parecido. Pues ni eso ni nada parecido.
—Sería una grosería, vas porque vas y san se acabó.
De mis dos pantalones me asignó el vaquero gris claro y de las camisas domingueras comunitarias la roja de cuadros. Ahí voy vestido de vaquero, peinado con vaselina (la vereda de lado bien marcada por supuesto) y con el dinero exacto para el camión.
En el trayecto voy pensando qué hacer. Lo del baile es lo de menos, en cuanto empiece a tocar la orquesta hago como que voy al baño, me pierdo en la multitud y reaparezco cuando dejen de tocar. Muy bien. Pero lo de la cena… ¡huy! Ya me veo sentado frente a un arsenal de copas, platos y cubiertos, sin la más remota idea de qué hacer con ellos. Ni modo de ir al baño cada cinco minutos, no se vería bien.
Empiezo a concebir la idea de bajarme del camión en cualquier esquina, hacerme al loco por un tiempo razonable y regresar a casa como si hubiera estado en la fiesta.
Más tardé en concebirla que en desecharla. Creo que mi mamá aprendió a interrogar en Scotland Yard, nadie le aguantaba dos preguntas, te pescaba a la primera. Ni remedio, a seguir planeando las cosas.
La niña habla muy bien el español, pero sus papás son gringos y de inglés sé casi lo mismo que de física cuántica. Tendré que mascullar las frases de rigor con la adecuada torcedura de boca, sin exagerar.
—¿Jau ar yu? —Fain, ténquiu, ¿an yu?
Me viene a la mente la escena de una película en el momento en que el jefe indio se rinde ante un coronel de caballería:
—Mai pipol ar jongry, mai pipol ar tersti, aim di chif creisi jors.
Suena bonito, a lo mejor lo uso.
Llego, me recibe la niña con una amable sonrisa, entro y… nada de papás, multitudes, orquesta y banquete. Ella, cuatro amigos, un tocadiscos y una mesa pequeña con refrescos y sándwiches. De ahí en adelante todo fue coser y cantar.
Dicen bien, el pesimista se atormenta pensando en tragedias que nunca llegan a ocurrir.
Pero así somos los tímidos, ¿qué le vamos a hacer?
PFRG–
Pedro F. Rivas Gutiérrez
 
								




 
                     y luego
 y luego