Por Pedro Rivas Gutiérrez
Hubo un tiempo en el que, a Mérida, la de Yucatán, se le conocía como la ciudad de las veletas. No existía el servicio de agua potable. Todas las casas tenían pozo y en casi todas había veleta. Una imponente torre metálica que remataba arriba en una hélice y una cola que al ser movida por el viento colocaba en la posición correcta a la hélice para que girara velozmente, transmitiendo el movimiento, mediante engranajes, a un émbolo colocado dentro del tubo que descendía hasta el fondo del pozo y que con su movimiento descendente y ascendente succionaba el agua del pozo y la impulsaba al depósito que daba servicio a toda la casa.
En la casa de mis abuelos paternos había una veleta en el patio.
Un día, cuando mi papá tenía cinco años, a la hora de la comida el niño no aparecía. Mis abuelos y la única hermana de mi papá lo esperaban en el comedor, cuando entró presurosa y con cara de angustia la cocinera, levantando, bajando y extendiendo los brazos y emitiendo sonidos entrecortados.
—Ju, ju, jum, jujum, jujujum,
Es que la cocinera era muda. No sé cómo se entendía con la abuela, pero aparentemente se llevaban bien.
Al extender los brazos, señalaba hacia el patio y hacía ademanes para que la siguieran, lo que desde luego hicieron presurosos. Al llegar, la muda se dirigió a la veleta y todos horrorizados vieron que la tapa de hojalata que cubría el brocal del pozo estaba rota. Se asomaron y vieron en el fondo, con el agua hasta el cuello, al niño que se abrazaba al tubo de la veleta.
No sé si el abuelo entró al pozo para amarrar al niño a una soga o solo la echó y le pidió que se agarrara bien. El caso es que, como cubeta, lo sacaron jalando a pulso la soga.
Resulta que se había subido a la veleta (probablemente no era la primera vez) y estando arriba se resbaló y lo que se le ocurrió fue abrazarse al tubo central que descendía hasta el pozo y por él se deslizó hasta llegar a la tapa que, por su peso, se rompió y siguió hasta el fondo del pozo, sin soltarse del tubo.
El niño estaba bien, sonriente y con apenas algunos raspones. Los que estaban mal y tuvieron que recurrir a la pasiflora, eran todos los demás.
Eso no nos lo contó mi papá, supongo que para no perder autoridad al corregir nuestras travesuras. Lo supimos por un tío abuelo, con el asentimiento expreso de la abuela y el tácito de mi papá que solo se reía.
Los hijos y nietos no saben que, para llegar a un nivel de autoridad, todos caímos alguna vez, con o sin pozo. A los que no se nos debe olvidar es a nosotros, para entender un poco más las caídas de los demás.
PFRG
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