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La semana pasada pretendí rendir un homenaje a la memoria de Carlos Castillo Peraza, refiriéndome a una de sus tempranas expresiones de entendimiento de la naturaleza humana, que siempre lo distinguió.

El caso es que regué la sopa. Me confié en la memoria (que es lo único flaco que tengo) y solo le atiné a la idea de medir el tiempo por las expresiones de la naturaleza y no por el calendario. Por lo demás, confundí todo. Por eso estoy apenado.

Claro que podría escudarme en la frase célebre del Chapulín Colorado: “Bueno, la idea es esa”, pero no haría honor a la genialidad del inolvidable Piolín.

Elda Peón me recordó el nombre del cuento: “Flores de mayo en abril”. Y Elgin Arcila, me hizo el favor de compartir el texto. Con mi agradecimiento a los dos y ahora sí en homenaje a Carlos Castillo Peraza, lo reproduzco aquí.

“Flores de mayo en abril

Quien no hubiera vivido por esos rumbos no los entendería porque una sola lluvia podía hacer que todo el campo, apenas ayer pajizo y gris, quedara de pronto vestido de verde. Un forastero pensaría que en Santa Martha llovía pintura y no agua.

El caso es que el agua había dejado cientos de espejos móviles en el camino a la cabecera municipal. La vereda se miraba enchar cada curva. Sin embargo los espejos eran suaves: los cascos de la mula que llevaba sobre su lomo a don Sebastián los arrugaban, y, cuando terminaro de pasar las cuatro bestias de carga, los espejos quedaron definitivamente inservibles.

Había fresco. El día anterior había caído la primera lluvia de primavera, que era también la primera del año. Y en las hojas jícaras del almendro que señalaba la mitad del camino aún quedaban restos de lluvia. Toda la vereda se sentía, se veía, se olía mojada.

Santa Martha, un injerto de vida humana en la sierra, había vestido durante tres días como novia elegante, porque, a pesar de que se llamaba Santa Martha, la fiesta del pueblo era el día de San Anselmo, en la última semana de abril.

Este año, pensaba don Sebastián, las celebraciones fueron como nunca; pero el campesino andaba contrariado: después de escribir una carta de categoría al presidente municipal, con muchos “dones” y “ustedes”, don Pedro Martínez no se había presentado.

Santa Martha es importante, volvió a pensar don Sebastián, y yo, que soy la autoridad, le puse una carta. Y él la despreció.

Las mulas sintieron antes que su duelo el penetrante olor del cedro y resoplaron. Don Sebastián lo sintió después y supo que tras el monte cercano estaba la cabecera municipal con su iglesia y su parque grandes, su palacio de gobierno y su mercado. Hablaría con el presidente municipal. Cuando menos le diría “desconsiderado”.

Las flores de mayo ya estaban encendidas. En Santa Martha se habían abierto desde el primer día de abril, y eso lo recordaba don Sebastián porque ese mismo día había escrito la carta al alcalde, mientras veía las flores desenvueltas por la ventana. Sus hijos se las habían mostrado. Su esposa adornó ese día la casa con las primicias de árbol recién florecidas.

Vendió dos pieles de vaca, las verduras fresquecitas y después unas tablas de buena y dura madera en lo del carpintero, Tomás Tinal, un hombre que tenía la nariz en conversación con las orejas: así parecía de grande.

A las mulas agua y descanso en el establo de Juan Romero, el de las manos rugosas y secas, dueño de todas las vacas lecheras de la localidad. Don Sebastián se metió a la fonda “La Oriental”, famosa por sus guisos y sus jugos; entre bocado y bocado, después de cada trago y mientras partía hábilmente las tortillas, “el autoridad” de Santa Martha le daba vueltas al desprecio del alcalde.

Ni que se fuera a manchar los pies en el camino al pueblo, decía para sí, y, si se los mancha es porque no ha trabajado para hacer un camino decente a Santa Martha.

Pagó con algunos de los billetes que le habían dado por sus productos. Embuchó agua y escupió sobre el piso para limpiarse la boca de restos de comida, bostezó y salió de la fondita. Se encaminó al parque. Le gustaba, cada vez que estaba en Chaclol, pasearse un rato bajo los árboles de la plazuela gozando de su sombra y de las bancas. Entre las ramas cantaba el vientecillo tibio de abril y los pájaros dormilones hacían la siesta. –Siesteros, pensó don Sebastián, por eso se mueren jóvenes–.

Cruzó el parque pasadas las dos y en poco tiempo llegó a la casa de don Pedro, presidente municipal, y antes de tocar la puerta repasó sus argumentos. La dignidad de Santa Martha exigía una disculpa, pero seguro el astuto alcalde le saldría con excusas tonta. Por eso fue a verlo a su casa: en el palacio le podría mentir con más facilidad. El ambiente hogareño invitaba a la sinceridad y, gracias a esta argucia, don Sebastián esperaba obtener las explicaciones verdaderas y las excusas adecuadas.

Mientras aporreaba los nudillos contra la madera de la puerta, pasaron por la cabeza de don Sebastián, para hacerle frente, todos los preparativos que habían hecho para el lucimiento de la fiesta. Cada volador explotó de nuevo entre sus agitados sesos, cada toro corneó sus venas, cada jarana tensó su cuerpo y el cura santificó las festividades de Santa Martha, bendijo a los improperios que el hombre tenía ya a flor de labios. Hasta sintió una banderilla clavarse en su sombrero.

Doña María –madrina de bautizo de todos los niños del pueblo desde que su marido era presidente municipal– abrió la puerta y su cara mestiza sonrió con respeto. Don Sebastián, educado, se quitó el sombrero.

Después de los saludos de rigor se presentó don Pedro –pantalón blanco, camisa de manta, clamado, risueño– e invitó al visitante a que tomara asiento. Le ofreció agua fresca. Le tomó el sombrero.

–Don Sebastián, cuánto gusto, cómo anda su mujer, sus hijos…–

–Por ahí pasándola, no tan bien como usted, don Pedro–.

–No hay novedad en el pueblo ¿verdad?–.

–Nada grave, nada serio, lo normal…–

–¿Y a qué se debe su visita?–

–Mire usted Don Pedro, yo le mandé una carta, no hace días, con un mensajero en la que le invitaba a la fiesta del pueblo, y…–

–Ya la tengo–.

–… y le vengo a decir en nombre del pueblo que…–

–Sí, sí, ya me lo dijo en la carta, por supuesto que en la próxima fiesta nos veremos–.

–Don Sebastián, ¿qué pasa?, ¿por qué esa cara de susto?–

–Me está engañando, don Pedro, ni que fuera el otro año, ya no tiene caso… ¿Cómo que la próxima?… Ya pasó el día se San Anselmo… Sólo hay un día de esos al año… El próximo cae hasta el otro…

–Que ya pasó qué…–

–Mire don Pedro, no me venga con esas, hace ya varios días que se acabó la fiesta de Santa Martha–.

–Si su carta tenía fecha de mayo, y decía… el 21 de los presentes… Don Sebastián, no le entiendo–.

–Y cuál otra fecha iba yo a poner si las flores de mayo ya alumbraban–.

–Pero este es el mes de abril, don Sebastián–.

Don Pedro fue a buscar la carta y se la mostró a don Sebastián, decía la verdad. El presidente municipal estaba esperando que llegara el día para ir a Santa Martha. A don Sebastián se le disolvieron los argumentos. Por no quedarse callado dijo al señor alcalde:

–Señor, en mi pueblo no son los meses los que le dan nombre a las flores, porque es más bonita una flor que un mes, sino las flores las que le dan nombre a los meses. Si hay flores en mayo, es mayo, aunque sea abril–.

Por el encharcado camino regresaba don Sebastián. Los espejos estaban espolvoreados de estrellas. En su mente el pueblo lo destrozaba, le echaba la culpa, y todo porque las flores de mayo brotaron en abril y en la cabecera no entendían que era más bella una flor que un mes.

Su fama quedaría rota como los charcos que pisaban sus bestias. Su prestigio… Su autoridad… Pero ahí estaban las flores, aún era abril y ellas estaban allí, colgaditas, perfumadas, brillantes y limpias.

Ante sus ojos se asomaron las luces y el humo de Santa Martha. Allí nada sabían de meses, sólo de flores… Don Sebastián se preguntó por qué precisamente este año las flores de mayo se habían abierto en abril.”

Certamen Cultural de la Universidad de Yucatán

1er lugar en la categoría Cuento

Mérida, Yucatán, abril de 1967

 

PFRG

 

Pedro F. Rivas Gutiérrez

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