Por Pedro Rivas Gutiérrez
No se le antoja a uno que la muerte pueda estar tan cerca hasta que se le atraviesa.
Saliendo de una comida, al pretender subir a mi coche, me encontré con que alguien se había estacionado a mi lado, tan cerca de mi auto que apenas había librado el espejo lateral. Sí, adivinaron, del lado por donde debería subirme. Imposible llegar hasta la puerta, ya no digamos abrirla. Ni modo, a entrar por el lado del copiloto, lo he hecho muchas veces en la antigüedad.
Pero en la antigüedad el asiento delantero era corrido y las velocidades no eran de palanca al piso. Ahora son asientos de cubo independientes y, entre uno y otro, hay una consola con la palanca de velocidades ahí mismo, al centro.
Una vez instalado en el asiento del copiloto descubro también que, entre la antigüedad y la actualidad, hay ligeros cambios en la agilidad del usuario. Eso me queda más que claro cuando después de largos, intensos y dolorosos minutos, logro pasar la pierna izquierda por encima de la consola y la palanca de velocidades.
Sudo copiosamente, soplo, resoplo, y descanso un rato. Ya estoy a la mitad del proceso, con una pierna acá, la otra allá y en medio lo que antes parecía una consola con una palanca pero que ahora es el Himalaya con el monte Everest despuntando.
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