Al fin llovió. Se va la sequía, pero no el calor. Ni modo, así es esto del abarrote.
En mi tierra (no es la única, también pasa en otras), eso de las cuatro estaciones del año es un conocimiento que hay que tener para pasar el examen en primaria, pero nada más.
Aquí solo hay dos estaciones, la de calor y la del tren. Por eso tiene lógica mi creencia infantil de que las frutas de la estación eran las que se compraban precisamente en la calle lateral de la estación de ferrocarriles, en donde se instalaban los fruteros que habían traído en el tren sus productos.
Por muchos años vivimos cerca de la estación central, así que lo que digo me consta personalmente. Al principio era una aventura maravillosa ver entrar y salir los trenes, hasta que dejó de serlo porque después de haber visto tantos pasó la novedad. A todo se acostumbra uno, menos a no comer.
Alegre y bulliciosa era la tal estación central. A ella acudían viajeros, receptores y despedidores de viajeros, comerciantes que llevaban o iban a buscar carga, limosneros, vendedores, ociosos y paseantes.
Por fuera, se rodeaba de puestos de madera que vendían refrescos, comida, revistas y demás chucherías. Famoso era el mondongo que se servía en algunos de esos puestos desde la madrugada, ideal para viajeros y también para crudos.
Pero basta de recuerdos, regresando a la otra estación, tampoco hay que exagerar, la verdad es que la lluvia sí alivia el calor. Refresca un poco el ambiente vespertino y nocturno, además de que en las mañanas el nublado mitiga en algo la agresión alevosa de los rayos solares. Tan solo viendo cómo reverdecen los árboles, el zacate y las flores, se alegra uno y resiste mejor el ahogo de las altas temperaturas.
Además, ver llover es una de las experiencias místicas más profundas y restauradoras. No pretendo enmendarles la plana a los psiquiatras, pero la contemplación de una buena lluvia tal vez permita reducir las dosis de ansiolíticos y antidepresivos. En época de seca, podría suplirse con quince minutos de mirar la regadera, antes de entrar a bañarse en ella.
En fin, ya me extendí mucho, cuando lo que quería decir era solamente: al fin llovió. ¡Aleluya!
PFRG–
Pedro F. Rivas Gutiérrez
								





                    
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