Me invitaron a tomar un curso de administración del tiempo. Me negué. ¿Por qué, escribidor? —dirán —¿Cuál es tu “purrún”?
Pues porque el tiempo no es administrable. Es como el calor, una cosa es la temperatura ambiente y otra muy distinta la sensación térmica. ¿Puedes administrar la temperatura?
No hay nada más estable y continuo que el tiempo. Hasta su relatividad puede ser expresada en una fórmula.
No hay nada más inestable e intermitente que la percepción del tiempo. No hay fórmula capaz de contener con éxito las condicionantes racionales y emocionales del observador.
Cuando eres niño todo es celeridad, pero el tiempo pasa muy lento.
Cuando eres viejo tomas la vida con calma, pero el tiempo transcurre muy rápido.
El niño, inquieto, pregunta: ¿Cuánto falta para llegar?
El viejo, sorprendido, se lamenta: ¡Pero si apenas ayer celebramos el año nuevo!
Entre los dos extremos hay una etapa confusa en la que el tiempo avanza a tropezones, acelera y frena como conductor novel en auto estándar. Tristezas de larga duración; alegrías efímeras; fracasos de lenta cicatrización; éxitos fugaces; inicios, finales y vueltas a empezar.
El tiempo parece brincar. A veces va, a veces se tranca, lo único que no hace es regresar. Y ese es el punto, que el tiempo no tiene reversa.
No puedo administrar lo que hago “con” el tiempo, sino más bien lo que hago “en” el tiempo. Si a eso se refiere el curso, me equivoqué, debí haberlo tomado, siempre y cuando incluya el tema de “la dicha inicua de perder el tiempo”, como bien dijo Renato Leduc.
El tiempo mide la edad pero no rige la vida, que su unidad de medida es solo la intensidad. Año pasado o entrante son cuestiones de medida, la plenitud de la vida solo conoce el instante.
PFRG–
Pedro F. Rivas Gutiérrez






y luego